AMISTAD
Después
de tanto tiempo y tras una amistad tan larga pese a la distancia, nos volvemos
a ver.
Éramos
dos niñas que comenzaban su etapa escolar en lo que hoy se llama primaria. Yo
ya tenía experiencia, pues venía de un colegio privado donde me enseñaron a
leer, escribir, sumar y restar. Ya estaba habituada a relacionarme con niños de
caracteres distintos.
En esta
nueva etapa colegial, pronto me convertí en la defensora de la gordita, que era
objeto de burlas y de la que tenía gafas “la cuatro ojos”.
Nada
más llegar tú reparé en que tendrías problemas. Cuando la profesora dijo que no
darías clase de religión con nosotros vi la cara de extrañeza de las demás. También
nos comentó que no te prepararías para hacer la primera comunión porque eras de
otra religión. He de aclarar que para entonces la religión mayoritaria y obligatoria
en nuestro país era el catolicismo y no había otra opción en los colegios más
que el llamado “catecismo”.
Ese
mismo día, no se hizo esperar la reacción en el patio del colegio. Te apartaron
de los juegos y de los grupos de charlas y desayunos.
Dejé a
mis amigas y me senté contigo a desayunar. Te abriste a mí, contándome de dónde
venías y la religión que profesabas, simplemente era otra ramificación del
cristianismo con sus correspondientes leves diferencias.
Yo, por
el contrario, era algo popular pues tenía un carácter fuerte y decidido, tenía
buen humor, iba adelantada por lo que ya había aprendido anteriormente en el
otro colegio, contando con el beneplácito de las demás para volver a jugar con
el resto de los grupos formados. Me acercaba a esos grupos y pedía que te
dejaran integrarte, sin embargo, la condición era que yo podía jugar si tú no
entrabas. Opté por no aceptar la imposición y me senté contigo todos y cada uno
de los días de las siguientes semanas de ese mes. Después de ese tiempo se
unieron “la gafitas” y “la gordita”; y pronto “la pecosa”, la que no tenía
padre conocido (un escándalo por cierto para la época; años sesenta) y hasta
alguna más considerada de las raritas.
Nos lo empezamos a pasar genial; risas, juegos y complicidad, mucha
complicidad. Nos miraban con recelo y yo diría con envidia, pero su
intolerancia y testarudez no les permitía dar marcha atrás. Mi educación era
mucho más abierta, más tolerante, y siempre me dijeron que había que respetar a
los demás.
Seguí
intentando que encajaras con las otras niñas, pero no hubo forma alguna, me
comentaban que yo podía jugar: elástico, comba, brilé…, pero tú no.
Un día
la que lideraba el grupo, que era la más alta y fuerte, por supuesto; una niña
con bastantes problemas en su supuesta “familia normal” y que se hacía la dura
continuamente, te dijo que no te le arrimaras porque eras hija del diablo. Tú
no callaste y le dijiste que creías en Dios, que lo que no creían en tu
religión es que María fuera virgen. Entonces ella te empujo, te tiró al suelo y
te arreó un golpe, haciéndote daño en un ojo. Todo fue muy rápido y con el
tiempo ha ido haciéndose más confuso en mi mente. Salí en tu defensa mientras
la increpaba. Te ayudé a levantar y dirigiéndome a ella, pese a que tú
intentabas que no lo hiciera, por miedo a que siguiera conmigo, yo mucho más
bajita que ella, me fui hacia ella amenazante y le dije que era una lastima que
se perdiera tu amistad, que tú eras maravillosa, que eras mejor persona que
ella y que Dios no estaría de acuerdo con su actitud; creo que le dije que
estaba condenada al infierno. Ella rompió a llorar y yo, sujetándote de la mano
y acompañada por el resto del grupo te llevé a la Dirección donde expuse mi
queja por lo sucedido. La directora tomó medidas poniendo una sanción a la
acosadora y sosteniendo una reunión con los padres. Nuestra profesora nos dio
una charla a todas sobre la tolerancia. A partir de ahí todas comenzaron a
hablarte y a permitirte jugar a los juegos colectivos.
Nos
fuimos haciendo inseparables. En los tres años siguientes, siempre juntas
dentro y fuera del colegio. Nuestras respectivas familias, también hicieron
amistad.
Antes
de comenzar cuarto, tus padres vinieron de visita a casa. Me extrañó la cara de
tristeza que tenías. Mientras nuestros padres charlaban en la sala, fuimos a mi
habitación y llorando me confesaste que te ibas a Australia. Tu papá había sido
contratado allí, y tenían posibilidad tus hermanos y tú de ser más aceptados
allí, así que no se lo pensaron y pronto comenzarían una nueva vida. El Cielo
se me vino encima; pronto te perdería.
Aunque
yo no tenía problemas de aceptación, y todos los grupitos era recibida, mi
corazón lloró tu ausencia durante bastante tiempo; te extrañaba dentro y fuera
del colegio.
Durante
años, seguimos en contacto por carta. Era la manera de contactar en aquel
momento. De una carta a la siguiente, pasaban meses. Las contestaciones de la una
a la otra se hacían esperar en el tiempo. Cuando el cartero me entregaba tu
contestación a mi carta, ya tenía miles de cosas nuevas que contarte.
Así que
desgraciadamente, la distancia puso fin a nuestras comunicaciones, pero nunca a
nuestra amistad.
Con el
tiempo encontré por las redes sociales a un primo tuyo. Contacté con él y me
dijo que tú tampoco me habías olvidado. A veces recordaban cosas de la infancia
y hablabas de mí. Me comentó que seguías guardando las cartas y las fotos que
nos enviamos de pequeñas con la esperanza de encontrarme, que te habías casado
y que tenías una hermosa familia. Entre ustedes dos no existía mucho contacto últimamente
ya que él vivía en la ciudad y tú en un pueblito del norte muy alejado, pero
que intentaría hacerte llegar que había dado conmigo.
Pronto
llegó un email. Y ahí estabas. Lo que me contabas, lo que me decías, eras tú,
sin duda. Retomamos nuestras comunicaciones esta vez por una vía más moderna.
Me informabas que donde vives apenas existen las comunicaciones, ni móviles, ni
internet, que estás lejos de las ciudades, que tienes poca comunicación con el
resto del mundo y que solo ves los emails cuando visitas a uno de tus hermanos
en la capital, pero aun así volvimos a mantener el contacto.
Grande
fue mi sorpresa al recibir una llamada tuya diciéndome que estabas en la isla
después de tanto tiempo, solo habías venido para una visita por el
fallecimiento de un familiar y te irías en pocos días.
Al
siguiente día te plantaste a la puerta de mi casa. Cuando abrí me dijiste:
—Hola, vengo a comprar tu libro, porque necesito algo que
leer en el avión de vuelta.
Grité
de alegría.
No
pudimos abrazarnos, no me lo permitiste. Tú venías de un largo viaje, no sabías
si traías algo de esta enfermedad que se ha apropiado del mundo. Mantuvimos la
distancia y durante un segundo nos apartamos la mascarilla para vernos las
caras. Han pasado muchos años, pero era tu sonrisa, tus mismos ojos vivarachos.
Estuvimos
hablando más de tres horas en la calle. Yo apoyada en mi puerta y tú a cierta
distancia. Por tus ojos sé, que al igual que yo, sonreías de felicidad todo el
tiempo
Me
pediste que te dedicara el libro. Por supuesto, que te lo dediqué. No me
permitiste regalártelo, te enfadaste y me dejaste el dinero trabado en la
puerta de casa.
Las dos
llorábamos, primero, por la impotencia de no poder abrazarnos, ni poder demostrarnos
la alegría de vernos y el cariño que ha perdurado en el tiempo. Esta maldita
enfermedad se lleva con ella todos esos sentimientos que estaba sintiendo y no
pude mostrarte, abrirte mi casa, mi corazón y mis brazos. Este virus ha prohibido
cualquier muestra de afecto físico o contacto que te pudiera dar y ahora desde mi rinconcito, escribiendo estas letras vuelvo a llorar por no tenerte cerca.
He
vuelto a revivir el mal sabor de esa ausencia de la amistad de mi amiga en la
infancia. Me he sentido como si tuviera esa pérdida de nuevo. Me hubiera confortado
tanto ese abrazo y sé que a ti también.
Me has
dicho que seguirías mi blog, así que por ti va este escrito, para que no
olvides a esta amiga que te espera.
Hemos
prometido que cuando todo esto pase, nos haremos nuevas visitas, lo antes que
podamos.
Te
espera un gran abrazo por esta parte. No pienso soltarte hasta que nos duelan
los brazos.
Esperaré
con anhelo ese momento.
Te
quiero Evangelina.
Tu
amiga para siempre.