martes, 31 de enero de 2023

CORAZÓN

   

  Aquí desde Mi Rinconcito quiero hacerles llegar el pequeño relato de mi colaboración con la II Antología de Huella Cultural con relatos de Navidad como telón de fondo. 

    Si desean leer más y de otros autores (14 en total), todos maravillosos y de variados estilos, les aconsejo que lo compren. 

    Les dejo mi relato deseando sea de vuestro agrado


CORAZÓN

     Me sentía sola y desamparada desde que mi abuelo nos dejó. Él siempre celebraba la Navidad de manera especial e, irónicamente, se marchó en una de ellas hace cinco años. Desde entonces nunca volvieron a ser iguales. La relación con mi madre no era buena. Ella, madre soltera, siempre me consideró una carga a pesar de que su padre la apoyó y la ayudó, ejerciendo para mí de figura paterna.

Siempre que iba a ver a mi madre acababa con un peso arriba de los hombros, aquella tensión emocional se descargaba mientras pisaba descalza la arena de la playa. Solía caminar hasta las piedras por la orilla y lanzarme al agua desde la parte del muelle, como hacía cuando era niña.

Nadaba pensando en mi abuelo. Dejaba que el mar acariciara mi cuerpo mientras martilleaban en mi cabeza las palabras de mi madre de aquella misma tarde.

—Vas a vivir sola el resto de tu vida. Te dije que vinieras a comer con mi amiga Pepi y conmigo para presentarte a su hijo y no has tenido la delicadeza de aparecer.

—Te dije que no, mamá. Que ya soy mayorcita para buscarme un novio y lo que tenga que ser será. Y si no, pues sola.

—Lo mejor que me ha pasado fue conocer a tu padre.

—Octavio no es mi padre, mamá. Mi verdadero padre fue lo peor que te ha pasado. Cuando conociste a mi padrastro yo ya tenía veinte años y me busqué un piso nada más entrar él por esa puerta —le dije señalando la puerta de la calle.

—Me voy ya, mamá. Nos vemos la próxima semana. —Le di un beso en la frente.

—Claro, ya se terminó la conversación. Tú pones siempre el punto final.

—Nos vemos, mamá. Dale recuerdos a Octavio cuando vuelva —fue mi despedida dirigiéndome a la puerta.

—¡Sola, te vas a quedar sola toda la vida! —gritó desde el salón.

Mientras me dejaba mecer por el mar, más frío que de lo normal por las lluvias del invierno, esa última frase retumbaba en mi interior, «Te vas a quedar sola».

Pensé en mi abuelo. No me voy a quedar sola, ¿verdad que no, abuelo? Sé que algo bueno me espera. Me recosté en el mar dejándome balancear por las olas, cuando sentí una fuerte zambullida a mi lado. Me enderecé lo más rápido que pude y abrí los ojos. Él ya salía a la superficie. Y al ver mi cara de desconcierto pidió disculpas.

—Lo siento, ¿la asusté?

—Pues sí, la verdad.

Sobre la marcha salí del agua, pero al poner el pie en la roca, una ola me impulsó contra ellas, raspándome el codo y la rodilla derecha quedándome casi tumbada en las rocas. Inmediatamente noté como por las axilas me ayudaban a levantar.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, gracias.

—Pues creo que no, estás sangrando.

—Es solo un rasguño —contesté

Pero al intentar caminar, noté como me dolía la rodilla.

—Aquí cerca hay un ambulatorio. Vamos, te acompaño y que te vean. Igual te has hecho algo más grave. ¿Crees que puedes caminar?

Me dolía mucho así que acepté la proposición de aquel desconocido. Nos vestimos y tras coger nuestras cosas respondí:

—Sí, puedo llegar bien, sé dónde está el ambulatorio, soy de la zona.

Me ofreció su brazo y enganchada a él caminamos hasta allí.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando saludando a todos entró y volvió charlando con un médico. Me hicieron radiografías y el diagnóstico fue una distensión muscular. Vendajes, antinflamatorios y reposo de diez días. Me ayudó a levantarme de la silla donde esperaba y me preguntó:

—¿Tu dirección es la que figura en tu ficha de la Seguridad Social?

—Sí.

—Es aquí cerca. Te acompaño.

—No, gracias, puedo ir sola.

—De verdad que no me importa acompañarte.

—No voy a ir con un desconocido.

—¿En serio? Te he traído hasta aquí. Y solo te voy a acompañar de vuelta. Además, ya sabes donde trabajo, me puedes localizar y hasta denunciarme por agredirte —dijo esbozando una gran sonrisa que destacaba en su piel dorada por el sol—. Por cierto, me llamo Jorge.

—Yo soy Pilar. Muchas gracias, pero puedo ir sola.

—Sí, sé tu nombre, he visto tus datos. Te acompaño, mujer, al menos para llevar tu bolso y que tú puedas sujetar las muletas.

Ahí reparé que tenía unas muletas en las manos.

—¿Tengo que ir con eso?

—Sí, no puedes apoyar el pie. Y debes devolverlas al ambulatorio en diez días, es un préstamo. Si las traes por la mañana, esa semana estaré yo.

Jamás había manejado muletas. Tuvimos que parar varias veces para que yo descansara. Íbamos dialogando. Me contó que era enfermero, divorciado, tenía una hija de cuatro años de la que hablaba con una pasión infinita. Tenía la custodia compartida y cada quince días se veía haciendo malabares para adaptar sus turnos a los horarios de su pequeña. Yo le conté que vivía sola. Tenía la facultad de no elegir bien a los hombres. Mis únicas responsabilidades eran Iris y Cleo, mis gatas.

Llegamos a casa, buscó en mi bolso las llaves y abrió el portal, pulsó el botón de llamada del ascensor, me acompañó hasta mi piso y una vez que abrió la puerta de entrada, me devolvió las llaves y se marchó con un simple:

—Cuídate, Pilar.

Solo alcancé a decir:

—Gracias, Jorge. —Y ya el ascensor cerraba las puertas.

Ni qué decir tiene que al devolver las muletas le invité a un café, alegando que era lo menos que podía hacer para agradecerle lo que había hecho por mí. Él me comentó que nunca solía ir por ese lado de la playa, pero aquel día algo le hizo cambiar de lugar para darse un baño y llegó caminando hasta allí.

Desde entonces llevamos dos años juntos.

Estas navidades las paso con él y con la pequeña. Es una niña adorable, se llama Alicia y lleva muy bien que yo esté con su padre. Cuando me ve me da unos abrazos de los que quitan el hipo. He estado pensando en un libro que tenía mi abuelo y que a mí me encantaba de pequeña. Se llamaba “Corazón” de Edmundo de Amicis, era el diario de un niño y recuerdo que cada mes tenía unos cuentos que me encantaban y que para mí representaba unos valores familiares y sacrificios impropios de los niños y quizás por ello me parecían héroes. Me gustaría leérselo a Alicia. Decido ir a ver a mi madre y así buscar el libro.

Tras el café de rigor y la típica charla en la que me cuenta lo mayor que se siente y todo lo que le duele del cuerpo, me dirijo a las estanterías de la biblioteca y comienzo a buscar el libro mientras ella se enfrasca frente a su televisor viendo un capítulo de su novela favorita.

—¿Se puede saber qué buscas? —pregunta desde su posición privilegiada para no perder detalle de la telenovela.

—El libro que me leía el abuelo. El que tenía el cuento “Marco, de los Apeninos a los Andes”.

—¡Ah, ese! Todos los libros de mi padre los vendí a un chico que me presentó Pepi y que los llevaba… pues a no sé dónde, pero les daban uso de nuevo.

—¡Pero, mamá! Ese era mi preferido. ¿Por qué no me lo comentaste?

—Bueno, ahí estaban cogiendo polvo y les saqué un dinero.

—¡Yo te los hubiera comprado si era lo que querías!

—¡Bueno, déjalo ya! Me estoy perdiendo la novela.

—Me voy mamá, ya hablamos. Por cierto, no vengo en Navidad. La voy a celebrar con Jorge y su hija. Ya veremos en fin de año.

Y sin apartar la vista de la pantalla del televisor me contesta:

—De acuerdo, pero Nochevieja creo que la vamos a celebrar en un restaurante con unos amigos de Octavio.

—Muy bien, mamá.

—Cierra la puerta bien al salir.

Me marcho apenada por la pérdida del libro. Decido ir a la librería que está cerca de casa de mi madre. Esas librerías pequeñas de toda la vida. La señora que regenta el local me conoce desde niña y sabe la afición que tengo por la lectura heredada de mi abuelo.

—Hola, Pilar. ¿Qué quieres leer? Tengo una novela de intrigas palaciegas estupenda. La crítica la está poniendo muy bien.

—Hola, doña Irene. ¿No tendrá el libro “Corazón”?

—No, cariño, lo siento. Recuerdo que te encantaba. ¿No lo tenía tu abuelo?

—Sí, a él se lo había regalado su padre, pero se ha perdido.

De repente, veo “Alicia en el país de las maravillas” y señalando le digo:

—Deme ese, por favor.

—Por supuesto, cariño.

Salgo de la librería triste por la pérdida del libro, pero segura de que a Alicia le va a encantar el libro que lleva su nombre. Servirá de complemento para un colgante que le he comprado.

Durante los siete días previos a Navidad comienzo a tener un sueño recurrente. Mi abuelo me ve, yo corro a abrazarle y él me dice:

—Mi querida Pili, todo pasa por algo. Esto es lo que tú querías, ¿no?

Al despertar, siempre pienso lo mismo. ¿Qué va a pasar? ¡Dame pistas, abuelo!

La cena de Navidad fue fantástica. La niña apenas podía dormir ante la inminente visita de Papá Noel. Al día siguiente nos despierta saltando en la cama. Yo apenas puedo espabilarme, he vuelto a tener el mismo sueño, pero esta vez, me he despertado con la sensación de haber sentido la caricia de mi abuelo en mi rostro. Igual la niña me tocó y se mezcló con mi sueño.

Nos acercamos a ver nuestros regalos bajo el árbol. Siento una paz especial en mi interior. Quizás sea porque Jorge y Alicia me trasmiten felicidad y alegría. Estoy plena, como hacía tiempo que no me sentía.

Yo los contemplo mientras abren sus regalos. La niña contenta con sus patines, con su colgante y encantada con su libro, se pone a leer sobre la marcha. A Jorge, le encantan sus zapatos y el pantalón que le ha traído Papá Noel.

Jorge me da dos paquetes, el primero son unos pendientes de plata, el segundo es un libro.  ¡No me lo puedo creer, es “Corazón”! La portada desgastada, con las puntas dobladas me hace pensar que estoy soñando. Lo abro y ahí está en la primera página escrito con tinta negra y bastante borrosa por los años: Este libro pertenece a José Herrera Machín.

Las lágrimas caen por mi rostro mientras lo abrazo y le doy las gracias.

Cuando me calmo le explico que es el antiguo libro de mi abuelo. Que mi madre se deshizo de él y yo estaba disgustada por haberlo perdido.

—Pues, fue muy curioso cómo lo encontré. Yo te buscaba algo de lectura en una librería. Al fondo veo a un señor muy elegante ordenando libros en una mesa. Había un cartel que decía “Libros de segunda mano”. Sin pensarlo fui hasta allí y le pedí que me aconsejara un libro y él, sonrió, y me dio este. Cuando me giré a ver si el señor me seguía hasta la caja registradora para pagar, ya no vi al anciano. Había un muchacho joven cobrando en la caja y me dirigí allí. Supongo que el caballero sería el dueño y estaría detrás de algún estante.

—¿Cómo era ese señor?

—Pues algo más alto que yo, canoso, más bien delgado y no sé más… bueno sí, tenía unas manos con dedos muy largos y finos, como los pianistas.

Yo emocionada con la descripción aprieto el libro contra mi pecho y digo mentalmente: «Gracias, abuelo, te quiero».

Desde esas navidades, Jorge y yo no nos hemos vuelto a separar, vivimos juntos y compartimos nuestro tiempo con Alicia, que le sigue encantando leer conmigo “Corazón”.

Es evidente que la señal que me envió mi abuelo era clara. Y las navidades han vuelto a ser tan especiales como cuando él estaba conmigo.

 

FIN

Carmen Alonso








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