miércoles, 1 de julio de 2020

ESTE ES UN CUENTO





FOTO DEL CASTILLO DE LA LUZ 
LAS PALMAS DE GRAN CANARIA



ESTE ES UN CUENTO

Este es un cuento, un cuento con moraleja.
Quizás real, o no. Según cada uno lo entienda.
Un cuento más bien, para que se den por aludidas las conciencias.
Érase una vez, que yo era joven, más bien resultona e inconsciente.
Creía que podía existir un príncipe azul que me podía salvar de mi vida, hasta entonces así lo
creía monótona y aburrida.
Gobernada por un rey estricto que me tenía protegida, encerrada en su castillo, que yo en ese
momento consideraba mi cárcel, mi mazmorra, sin embargo yo no era “Rapunzel”.
Inmadura, me enamoré de aquel príncipe que me cantó al oído todo aquello que quería oír. Me
prometía sacarme de allí.
Y con él me fui. Me fui enamorada, quizás más encandilada, montada en su caballo color crema
cual “Blancanieves”.
Entonces descubrí que ese príncipe era “La Bestia”.
No, no me pegaba, para nada. Pero había algo que dejaba la misma huella. Había algo igual de
dañino que eran los golpes en el alma, las heridas del espíritu.
Y yo, pequeña, delgadita, introvertida y siempre cabizbaja, me fui poco a poco convenciendo de
las palabras que me decía al oído y que ahora tanto habían cambiado.
La cruel bestia me decía que yo no servía, que otras chicas eran más guapas y más simpáticas
que yo, me contaba que me quería y todo era por mi bien, todo lo hacía para que espabilara, que
yo sin él no era nada.
Me lo fui creyendo. Me fui convenciendo que no tenía derecho a ser amada, que no era nada.
Una creencia que me fue mordiendo cuál rata. Poco a poco iba atacando mi corazón, minando mi
mente y mi personalidad.
Pero llegó un día en que abrí los ojos. Me di cuenta de que no podía salvarle. Yo no era “La Bella”
y él no sufría un encantamiento que fuera solucionable. Me miré al espejo y vi mi imagen, salí a la
calle y me comparé con otras mujeres. Vi que era distinta, sí. No mejor ni peor, sólo distinta.
Reparé en que me merecía lo mismo que las demás: cosas buenas, que me quisieran y me
valoraran.
A lo largo de los días, fui cogiendo fuerzas, armándome de valor.
Un día eché a correr todo lo que pude, escapé cual “Caperucita” de las garras del Lobo. Me
convencí que esa era la única forma de salir de aquello. De intentar ganarme lo que yo merecía.
Era lo mejor para mí romper con todo, porque yo era buena, era especial y valía como la que
más.
Y le dije “ahí te quedas”.
Me convencí de que no soy perfecta, pero soy única, con mis cosas buenas o malas. Que eso
precisamente me hacía ser especial, distinta. Me convencí de que si yo no me quería y valoraba,
nadie más lo haría. Que era él, el que necesitaba ayuda. Él era el que tenía que dar pena y no yo.
Y me aparté para siempre. Aprendí a ser yo misma. Aprendí a quererme como sólo uno mismo
puede hacer. Aprendí a valorarme, a vivir con mis virtudes y mis defectos, pues por eso mismo
todos somos especiales.
Y la vida empezó a llenarme de cosas buenas, a quitarme todas aquellas personas que eran
lastres y todas aquellas cosas que no me servían para caminar o avanzar.
Algo más tarde la vida me compensó con cosas buenas, personas que me querían, sin quererme
cambiar o sin menospreciarme.
Y de repente, queriéndome mucho, estando segura de mi valor y respetándome a mí misma,
llegó a mi vida una persona, que no era príncipe, que es una persona normal, que me quiere casi
tanto como yo misma, que quiere y hace lo posible porque me quede a su lado, y que cada día
me hace sentir especial.
Me hizo sentir como una princesa, a dar en la misma cantidad que recibía y no a dar sin recibir.
Esa persona camina conmigo, no delante, no detrás, sino a la par. Me acompaña en el camino de
la vida.
Moraleja: Te quiere de verdad aquel que te deja libremente decidir si tú quieres permanecer
a su lado. La vida no es un cuento. Pero tú escribes tu historia. Tu final feliz o no, depende
de ti.

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