Aquí desde mi rinconcito quiero compartirles un nuevo pensamiento que ronda por mi cabeza.
Muchas madres me comentan que tienen a sus hijos en actividades extraescolares todos los días de la semana. Tras preguntarles si es por sus horarios de trabajo, me responden, unas afirmativamente y otras negativamente.
Las que me responden negativamente,
pocas de ellas la verdad, tienen a sus hijos en algún deporte, en alguna
actividad que les han pedido ellos mismos, o incluso en alguna clase de apoyo
para que logren llegar al nivel de la clase. Hasta aquí me parece correcto.
Lo que ya no me parece muy normal, a mi
entender, es que, disponiendo de tiempo para pasarlos con ellos, los tengan
toda la tarde ocupada con actividades hasta casi la extenuación. Y que ocurra
la triste imagen que he visto en el colegio, de casi arrastrarlos camino a las
extraescolares mientras el niño llora, pidiéndole que le deje hoy jugar en casa
porque no le gusta ir a esa clase y además está cansado.
No quiero que mis hijos después de su
jornada escolar estudien piano, idiomas u otras cuarenta mil cosas que ellos no
quieran hacer. Deseo que hagan lo que les gusta; cuando han pedido apuntarse en
algo que les ha interesado, tras la aprobación nuestra como padres, por
supuesto, los he llevado.
Claro que tienen alguna tarea en
casa. Desde luego también se les da alguna responsabilidad para que vayan
madurando, pero procurando hacerlas acorde a sus distintas edades y con la
flexibilidad necesaria para que disfruten de su tarde, si tienen mucho trabajo
de clase para realizar en casa.
Porque quiero que lleguen a casa y
dispongan de tiempo para hacer sus deberes, jugar, oír música y hasta aburrirse
que creo algo totalmente bueno para despertar su creatividad y poner en práctica
soluciones. No quiero que mis hijos sean autómatas y perfectos.
En mi opinión, la perfección es una
utopía, además de aburrida y monótona. Nadie es perfecto. Aquel que presenta
una aparente perfección, suele ser el que más vacío se siente, el que más solo
se encuentra, el que más deprimido se nota, el que más esconde sus emociones o
el que más complejos tiene.
No me importa que mis hijos pongan la
casa patas arriba jugando. No me importa que tenga que llevarlos al parque con
las bicicletas. No me importa que me pidan hacer un postre juntos y la cocina
quede como un chiquero. No me importa que me den la vara con el “me aburro”
o “no sé a qué jugar”. Pronto ya no pasarán tantos momentos conmigo.
Pronto irán a hacer sus vidas fuera del nido. Así que voy a disfrutar de ellos
ahora, aunque haya momentos en que esté cansada, nerviosa o no tenga ganas. Eso
pronto pasa y luego siempre agradezco haber disfrutado del rato con ellos.
Quiero a mis hijos como son, a esos
hermanos que discuten entre ellos, pero que también se adoran a rabiar. Quiero
a mis niños con sus perretas, con el “no
me quiero bañar”, con el “no quiero
dormir” con el “eso no me lo quiero
comer”, y con el “¿por qué siempre
pierdo yo?”, cuando jugamos en familia. Pero también con sus abrazos, sus
besos, sus risas y sus “te quiero”. Les
adoro y no quiero que cambien.
No, no quiero que mis hijos sean
perfectos, quiero
que sean niños y disfruten de serlo, como lo hice yo.